El día estaba cubierto por una descomunal niebla, o
al menos lo percibía el señor Don Vicente Marín, que acababa de entrar en su
casa. Subía paulatinamente las escaleras, al ritmo que le permitía su avanzada
edad. Tras esa particular odisea de peldaños y escalones, se dejó caer exhausto
en el sillón. Y es que, la edad pesaba en él como pesa el dolor sobre alguien
que acaba de perder a un ser querido. El fluir del tiempo, qué era exactamente (cuestiones
que desde pequeñito le obsesionaron) y la duda de si había aprovechado el suyo,
que ya sentía cómo se terminaba, le
angustiaban más que nunca en esa etapa de la vida. Hay que admitir que ochenta
y dos años no son pocos, y más cuando uno lleva tiempo sin salir de casa. Don
Marín pudo contemplar desde la panorámica vista de su confortabilísimo sillón
su repletísima estantería llena de libros escritos en inglés, alemán, ruso,
pero sobre todo en castellano. La niebla era tan densa que parecía que entraba
en su propia casa. También pudo visualizar con excelso gozo y deleite, como
consuelo de la inusual fatiga que había sufrido esa terrible mañana, aquel característico
edén literario que le hizo compañía durante gran parte de su vida. Allí se
hallaban desde Homero hasta él mismo, pasando por Cervantes, Shakespeare,
Dostoievski, Nietzsche e incluso Stanley Kubrick, solo por citar a algunos de
sus mejores compañeros y (únicos, en aquella terminal circunstancia de su vida)
amigos. La verdad es que fueron los únicos que no le fallaron jamás en aquel
mundo que parecía que le demostró empeñado en amargarle el existir. La niebla
crecía y creía, se hacía más densa y apenas le dejaba leer los títulos de los
lomos de los libros.
Y
finalmente, le llegó a nuestro entrañable anciano ese extraño momento en el
que, según lo que se suele decir en el saber popular e incluso en libros y
testimonios mínimamente serios, uno sabe que está a un instante de la muerte y
comienza automáticamente a hacer un breve análisis de lo que ha sido su vida. Y
comenzó a recordar el descubrimiento
de su pasión (y quizás de su locura) con Don
Quijote de la Mancha siendo apenas un infante de 6 años de edad, esa
particular faceta de amante utópico y cobarde en la adolescencia, sus ojos
grises, ese amor por la filosofía inculcado por Platón y Nietzsche (sí, una
curiosa combinación, nosotros tampoco la entendemos), esos grandes y ojerosos
ojos grises, ese intento fallido de meterse en política, que casi acaba con su
vida, esos ojos, la niebla, grises, cada vez más densa y gris, ojos, las cartas
de amor que nunca envió, la añoranza de un hijo y su insatisfecho deseo
parental, ojos grises, niebla de sensaciones y de sentimientos indefinibles era
lo que le rodeaba en ese momento. Se sentía turbadamente aturdido, en exceso,
todo aquello era demasiado para él. Niebla, niebla, niebla. Demasiado gris era
todo.
Mareado
era como se encontraba, por dar una vaga explicación de su estado (tampoco
podemos decir más). Su frágil corazón latía cada vez más aprisa. Justo en ese momento
la infame idea de que había tirado su vida a la basura, que no había sido más
que un chiflado con alguna enfermedad o trastorno psicológico no diagnosticado
comenzó a rodar por su arrugada cabeza. Pero, afortunadamente y atendiendo a
las leyes de la razón, se tranquilizó, en esos agónicos momentos pudo
comprender que no llevaba razón para nada. Terminó concluyendo que su vida,
totalmente entregada a los libros, la filosofía y al cine (aunque a eso último
más bien como espectador, ya que se iba a ir con esa asignatura pendiente) no
había estado nada mal. Incluso también razonó que difícilmente podría haber
imaginado una vida mejor… La única pena que guardaba su acuitada alma era la de
poder haberla compartido con aquellos ojos grises.
Tras
un esfuerzo de inconmensurables medidas, el ilustre señor Don Marín se levantó
con el coraje necesario que requería la situación y se alzó frente a la estantería,
de la cual, mediante un azaroso proceso debido a las infaustas circunstancias,
tomó en sus manos un libro. Pero la niebla ya se había hecho tan densa, tan
densa, tan gris, tan bella y a la vez abyecta que no pudo leer el título. Una
lástima. O podría ser que la niebla que percibía no fuera sino aquella que le
estuvo persiguiendo durante toda su vida, y que lo que verdaderamente le
impedía leer correctamente el título eran las lágrimas que en ese momento
surcaban su rostro marchitado…